viernes, 19 de agosto de 2011

Días de invierno

Un día de invierno, algo aparentemente monótono aunque tiene su atractivo. Después del otoño es mi estación favorita. Cada mañana es idéntica: fría, muy húmeda y con ese efecto en el aire que hace parecer que todo lo que te rodea ha perdido algo de color. Cada vez que salgo temprano puedo sentir el ligero dolor que genera el aire helado ingresando de golpe a mis fosas nasales y mis pulmones (además de lo a veces irrespirable que se torna el aire de ciudad, ya saben a qué me refiero); puedo ver mi aliento, como si mi alma quisiera escabullirse pero por el frío se terminara regresando al cuerpo de donde pretende huir algún día. Puedo ver a mi alrededor montones de gente saliendo de la seguridad de sus casas para arriesgarse y luchar por el pan diario y demás costes, las apretaderas en el colectivo no faltan y menos los negligentes "piques" que se traen los choferes de empresas rivales (que ya han dejado víctimas). Quizá por lo descrito hasta ahora, les parezca que hasta podría nevar. Permítanme desmentir eso que quizá estén pensando: Vivo en el desierto. Por las mañanas hay que abrigarse muy bien para evitar pescarse un resfriado, es cierto, pero la clásica del sol impiadoso y el efecto de desenfoque a la distancia están disponibles todo el año. A media mañana el clima se despeja, un poco de calma se hace presente y se siente el clima templado y moderadamente húmedo que tanto adoro; pero poco antes del momento en que el astro rey se posa en lo más alto del cielo, cuando no hay edificio que de buena sombra, empiezan los latigazos ardientes del sol. Uno tras otro, no hay quien no sucumba a sus efectos y se pida una gaseosa helada o algo por el estilo (me incluyo en la lista, pero no soy de los que piden gaseosa). En medio de todo ese calor, todos deben seguir con sus labores si quieren el salario mínimo a fin de mes (no es que sea el suficiente). Llega la tarde y el sol vuelve a ocultarse bajo las densas nubes, cargadas de agua ácida, dióxido de carbono y demás basura industrial. Comienza a hacer frío otra vez, aunque no de la misma forma que en la mañana: la vida es otra, batallones heterogéneos enteros de obreros salen de las fábricas en mancha hacia los comedores del mercado y los chifas, buscando un buen plato para almorzar; mientras ya otro batallón está ingresando para ocupar lo antes posible el lugar que dejaron los anteriormente mencionados; así como montones de niños abandonan sus escuelas, rara vez pensando en el tema de la clase de hoy. La tarde se pasa rápido, cae la noche y el aire vuelve a cargarse; esta vez sin tanto viento que me pele de frío. Los últimos trabajadores vuelven fatigados a casa, con una esperanza (casi absurda) de encontrarse en mejor situación algún día. No lo sé, yo de vez en cuando la encuentro entre tanta cosa guardada en el cajón de mi escritorio; y es que casi no la uso. Yo sólo entro a mi habitación, tal como cualquiera, pensando en cómo dormir, cómo hacer para refugiarse unas horas de una realidad poco fácil y muy confusa. Allá afuera el clima se mantiene igual, salvo algunos días en que llueve toda la madrugada, anunciando la llegada del crepúsculo, antesala a una mañana idéntica a la anterior (pero más fría... hasta que se termine agosto).