viernes, 21 de marzo de 2014

Historias de cajón - Perfecta

Y ahora un pequeño cuentito estilo oda que se ocurrió mezclando un par de recuerdos con ideas perdidas.
Recuerden que esto es solo un relato ficticio y en ningún caso refleja una realidad concreta, que yo conozca.

Aún recuerdo la primera vez que la vi. Era un día cualquiera, en un lugar cualquiera afuera de una vieja lavandería. Cabello ondulado café, ojos café, de piel con un tondo equilibrado, ni muy clara ni muy oscura. Una mirada apacible, capaz de brindar tranquilidad quizá hasta al peor de los atormentados. Así era ella, además de sencilla y alegre. Era lo que alguna vez pensé que sería la perfección encarnada en una mujer. Vestía ropa simple, un short de tono verde militar y un polo blanco.

Desde un comienzo llamó mi atención, y como posteriormente me la encontré varias veces, finalmente un día de esos me animé a hablarle. Congeniamos bien al momento, comenzamos a conocernos mejor y nos hicimos grandes amigos. En el transcurso del tiempo fui conociendo más cosas sobre ella, como que era amante de la música sin importarle el género, que disfrutaba de cosas sencillas como andar a pie por cualquier parte o leer algo, que cuando se iba a dormir siempre dejaba su lámpara prendida, por el temor de perderse en la oscuridad de la noche y no hallar más luz, y claro está, su nombre: María. Detalles aparentemente tan poco significativos y que poco a poco me convencían más de que tenía en frente mío a lo que tal vez podría considerar un ángel caído del cielo.

Naturalmente el trato cercano más ese tipo de ideas hicieron crecer ciertos sentimientos que... después comencé a cuestionar. ¿La razón? Su propia naturaleza. Ella era buena quizá en todo el sentido de la palabra. Lo era al punto que, inversamente a lo común, le resultaba a uno muy difícil encontrarle defectos como a cualquier persona y relativamente simple mencionar hasta sus virtudes más minúsculas. Cada cosa que hacía lo hacía contenta, era capaz de sacarle a una sonrisa a quien sea que se propusiera al margen de su estado de ánimo. Parecía vivir cada momento a plenitud, pero ¿cómo? Y no es que algo me pareciese extraño en ella, sino que me llamaba mucho la atención nuestras diferencias.

Por mi parte, las cosas eran algo distinto. Cabello negro, sin mucha gracia, mirada fría y perdida, tez un tanto pálida, una pequeña cicatriz en la parte baja de la mejilla izquierda debido a un accidente cuando era pequeño... bah, la verdad ni siquiera tengo ánimos para describir mi propio aspecto. Mi vida transcurría de un modo quizá algo desordenado, de modo que a veces sentía que hacía las cosas mal, o que había siempre algo que no había hecho. A veces andaba preocupado por cosas que honestamente no debería haberme tomado tan en serio, otras veces hacía cualquier cosa contal de olvidar lo demás... otras era un caos. Pocas veces se reflejaba felicidad plena en mi rostro, no era bueno para las bromas ni para contar chistes, y si había algo que me rescataba de esa vida era leer. Podía leer cualquier cosa, desde el periódico hasta algún gran libro, aunque lo que más he preferido son las historias. Me era relativamente fácil estresarme cuando algo no andaba bien, lo cual no me ayudaba en nada.

Me sentía distinto, alguien impuro, defectuoso, lejos de la bondad que María siempre irradiaba a donde quiera que fuese. Por eso, sentía que de aspirar a una relación de pareja con ella tal vez le haría un mal a largo plazo. Pensé que lo mejor era alejarme, o solo quedarme con lo que tenía. Después de todo, nos veíamos muy a menudo, no me importaba la distancia entre nuestros hogares. Sin embargo, un día, tuve que tener un encuentro un tanto violento con ella. No, no es lo que podría parecer, y no me arrepiento de nada.

Un día en que el cielo estaba bastante nublado, yo pasaba por una calle llevando unos encargos, de pronto la vi a ella cruzando. Pensé si debía saludarla, y al final opté por hacerlo. De pronto, estando ya a punto de intentar componer la mejor sonrisa que pudiese y saludar, apareció casi de la nada una camioneta negra con la placa dañada y difícil de leer siendo perseguida por una patrulla a toda velocidad. Ambos iban en dirección hacia ella, casi por acto reflejo me abalancé regresándola a la vereda desde la cual estaba cruzando, pero en su lugar yo fui atropellado. Nadie se detuvo. Lo único que me alivió el dolor fue esa mirada de inocente sorpresa que me regaló durante un instante antes de que la empujase.

Al intentar levantarme noté un sangrado considerable en mi pierna izquierda, el dolor era agudo e intenso, proveniente del fémur. Luego alcé la mirada, buscando la suya. Ella estaba en shock. Sus ojos ya no tenían ese dulce brillo, sino que lucía vidriosos, al borde del llanto. Ya no irradiaba felicidad, sino espanto y horror. De inmediato intenté calmarla diciéndole que no era nada más complicado que una fractura, tratando de disimular el dolor y de sonar lo más tranquilo posible. Como era de esperarse, no funcionó. Sin embargo, ella fue capaz de controlarse a sí misma y de llamar por una ambulancia. Veinte minutos después llegamos a un hospital. María no se separó de mí un solo instante hasta que me llevaron al quirófano para tratar de componer mis fracturas y limpiar mis heridas. Luego me llevaron a cuidados intensivos y ella apareció ahí, junto a mis padres, y entre todos trataron de hacerme sentir mejor. No hacía falta, el verla a ella bien era suficiente. De todos modos, ella se quedó a mi lado toda la noche. Fue la primera vez que oí su llanto.

Unas semanas después me sentí mejor y dejé el yeso. Ya recuperado fui a buscarla, y ella me recibió con un cálido abrazo. Con cosas así, sentí que todo valió la pena.

Pasaron los meses, y siendo alguien tan maravillosa como ella misma, un día me comentó que había comenzado a salir con alguien más. Por un lado eso me cayó como baldazo de agua fría, pero por el otro no hubo reacción. Era algo de esperarse, después de todo. Intenté sobrellevarlo, pero en más de una ocasión no pude evitar sentirme mal conmigo mismo.

Cuatro años después, ya todos adultos y con empleo, me avisó que se casaba. Era ese mismo sujeto. Yo acepté asistir a la boda, apenas. Poco antes de que ella se hiciera presente ante el altar, decidí finalmente deshacerme del peso que sería verla dirigirse allí. Fue así como la saqué a un lado con cualquier escusa y una vez los dos estuvimos solos procedí a confesárselo todo, desde el comienzo y con lujo de detalles. Ella me escuchó atentamente y con tranquilidad, y cuando terminé, solo atinó a esbozar una dulce sonrisa. Me dijo que eso había sido lo más bello que le hubiesen contado alguna vez, y que aunque tal y como lo temía mis sentimientos no eran correspondidos del modo en que quisiera, siempre podría contar con ella para lo que fuese. Ahora más que nunca me quería cerca de ella, no pude negárselo.

Al menos con eso ya pude disfrutar la boda, sintiéndome a gusto de creer que tomé la decisión correcta. Aquél era un hombre recto, organizado y muy alegre cuando era necesario. Equilibrado y a su medida, era el compañero más adecuado para ella sin duda.

Desde aquél entonces pasaron 6 años más. Yo mismo ya he levantado mi propia familia y, sin embargo, aún guardo una foto de ella. Perdimos contacto directo al quinto año de habernos conocido. Cada noche antes de dormir, veo su foto, y me pregunto qué será de ella, esperando solo felicidad. La vida nos regresa lo que damos, dicen por ahí. De ser cierto, estoy seguro que ha de pasar muy buenos y largos días.

1 comentario:

  1. Wao que intenso. Por un momento creí que era verdad. Supongo que es algo que nos pasa a diario a muchos de nosotros, claro, sin el accidente o las bodas. al menos termino bien, otros no tuvimos tanta suerte y terminamos faltando a sus matrimonios.
    Por otro lado, nadie es puro(a). Pero todos tenemos algo.

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